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CUANDO LA REFORMA NO LLEGA AL CORAZÓN

  • Foto del escritor: Pastor Manuel Sheran
    Pastor Manuel Sheran
  • 24 oct
  • 6 Min. de lectura
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Por. Manuel Sheran



En los últimos años, gracias a la expansión de las redes sociales, muchos creyentes han sido expuestos a excelentes predicadores y maestros reformados como Sugel Michelén, Juan Manuel Vás, Paul Washer y otros fieles siervos de Dios. Sin embargo, junto con este despertar teológico ha surgido una tendencia preocupante: una multitud de personas entusiasmadas con la doctrina reformada, pero sin evidencia de una verdadera transformación espiritual.


1. DOCTRINA SIN CONVERSIÓN


Muchos que hoy se identifican como “reformados” entienden intelectualmente las doctrinas de la gracia, pero sus vidas, sus familias y su conducta no reflejan los frutos del arrepentimiento. Afirman el Sola Scriptura (solo la palabra de Dios es la única regla infalible de fe y practica) y el Sola Fide (la salvación es por la Fe sola y nada más). Sin embargo, viven como si el evangelio fuera solo un sistema teológico y no una vida de obediencia y santidad.

Muchos piensan que haber salido de una iglesia falsa o emocional ya los convierte en cristianos verdaderos. Sin embargo, nunca fueron confrontados con su pecado, ni instruidos en lo que implica seguir a Cristo en comunidad. Creen que los años pasados en una iglesia sin evangelio les dan derecho a ser considerados creyentes, cuando en realidad el Señor dijo a Nicodemo: “Te es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7).

Mientras una persona no de frutos verdaderos de arrepentimiento y fe en Cristo no puede ser llamado cristiano. Independientemente de los años que haya pasado en una iglesia.


2. IDENTIFICADOS CON LA DOCTRINA, PERO NO CON LA VIDA REFORMADA


Cuando se les llama a examinar su inconsistencia, algunos se ofenden. Piensan que, por haber escuchado a grandes predicadores en internet, saben más que su pastor. Pero su conocimiento no produce humildad, sino orgullo y desobediencia. No se congregan fielmente, no aplican la Palabra en su familia, y critican constantemente las iglesias locales porque ninguna se ajusta a sus ideales de “iglesia perfecta”.


Sin embargo, ni siquiera si fueran parte del Tabernáculo Metropolitano bajo el pastorado de Charles Spurgeon estarían satisfechos, porque su búsqueda no es de una iglesia centrada en Dios, sino de una que los adora a ellos mismos: su conocimiento, su experiencia y su ego.


3. EL PELIGRO DE UNA FE SIN COMUNIDAD


Cuando estos supuestos creyentes son confrontados en sus inconsistencias, suelen reaccionar con argumentos doctrinales que funcionan como una especie de “tarjeta de escape espiritual”:


“Esa iglesia no es verdaderamente reformada”,

“Allí no hay amor”,

“Ya no creo eso; mis convicciones cambiaron”.


Sin embargo, estas conclusiones rara vez son el fruto de un estudio profundo de la Escritura. Más bien, surgen de emociones heridas, orgullo no tratado y una visión individualista del cristianismo.

La vida cristiana nunca fue diseñada para vivirse de forma privada ni teórica. Por el contrario, La Biblia enseña que “hierro con hierro se aguza” (Proverbios 27:17). Esto significa que el roce, la fricción y hasta el desacuerdo entre creyentes son inevitables, pero también necesarios. Así como dos espadas producen chispas al afilarse una contra otra, Dios usa nuestras diferencias para formar nuestro carácter, afinar nuestro corazón y hacernos más semejantes a Cristo.

En la familia terrenal también hay roces, desacuerdos y momentos difíciles. Pero esos conflictos no cancelan el amor ni rompen el vínculo de sangre. Al contrario, nos enseñan virtudes como la tolerancia, la paciencia y la capacidad de perdonar.

Si eso es cierto en la familia natural, ¿cuánto más en la familia de la fe, donde nos une algo mucho más poderoso que la sangre: un mismo Señor, una misma fe y un mismo bautismo (Efesios 4:5) ?

Dios ha dispuesto que el crecimiento cristiano ocurra dentro de una comunidad. Hay más de treinta mandamientos en el Nuevo Testamento que solo pueden cumplirse “los unos a los otros” : amarnos, soportarnos, exhortarnos, edificarnos, orar unos por otros, servirnos mutuamente. Ninguno de estos mandamientos puede vivirse en aislamiento.

Por eso, un creyente que rehúye la comunidad, que evita la confrontación o que se niega a ser pastoreado, en realidad está rechazando el medio que Dios ha establecido para su crecimiento. No importa cuánto conocimiento doctrinal posea; si no se somete con humildad al cuerpo de Cristo, su fe permanecerá inmadura y superficial.

Estos "cristianos" prefieren no congregarse antes que obedecer. Para ellos, es más importante afirmar sus posturas doctrinales que someterse al mandato claro de Cristo de vivir en comunión con su iglesia. Han llegado a confundir la fidelidad a una idea con la fidelidad al Señor. Pero la verdadera ortodoxia no se mide por cuánto se defiende una doctrina, sino por cuánto se obedece al Dios que la reveló. Negarse a congregarse es desobedecer a Cristo mismo, quien prometió manifestarse de manera especial en medio de su pueblo reunido (Mateo 18:20).

El apóstol Pablo, con toda su autoridad apostólica y madurez espiritual, reconocía su necesidad constante de crecer:


“No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo” (Filipenses 3:12).


Si el propio Pablo entendía que aún no había llegado a la meta, ¿cómo podríamos nosotros creer que podemos madurar separados del cuerpo de Cristo?

La fe sin comunidad se vuelve orgullo disfrazado de convicción; conocimiento sin amor; religión sin transformación.


4. UN LLAMADO AL ARREPENTIMIENTO


¿Qué deben hacer estos que se hacen llamar a si mismos "cristianos." Que aman la doctrina, pero rehúsan vivirla?


A) Examinar su vida

“Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe” (2 Corintios 13:5).

Reconocer su orgullo, su inmadurez y su comportamiento antibíblico.


B) Reconocer su necesidad de Cristo

“Porque el Señor está cerca de los quebrantados de corazón” (Salmo 34:18).

Pedirle que traiga arrepentimiento genuino y conversión verdadera. Para que puedan vivir como verdaderos cristianos nacidos de nuevo. Que evidencian la transformacion de sus vidas y el fruto del Espíritu Santo.


C) Confesar y pedir perdón

“Confesaos vuestras ofensas unos a otros” (Santiago 5:16).

A Dios y a los hermanos a quienes han herido con actitudes egoístas y divisivas.


D) Arrepentirse y cambiar

“El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje” (Efesios 4:28).

Es decir, hacer lo opuesto a su viejo patrón de orgullo e independencia.


E) Vivir el discipulado en comunidad

“Llevad los unos las cargas de los otros” (Gálatas 6:2).

El discipulado cristiano no puede vivirse en aislamiento. Morir a sí mismos, sujetarse, servir, practicar la hospitalidad, la humildad y el compañerismo son virtudes que solo pueden florecer en la vida comunitaria.


Por eso, todo creyente debe buscar integrarse a una iglesia local, aunque sea imperfecta; donde tal vez el pastor no sea su predicador favorito, ni todos afirmen exactamente las mismas doctrinas, pero donde se predique con fidelidad el evangelio verdadero.

Es más importante congregarse, ser fiel y vivir en comunidad, que encontrar una iglesia que se amolde a un ideal personal.

Solo cuando esto ocurra, la Reforma habrá llegado verdaderamente a nuestras iglesias. No como una moda doctrinal, sino como una transformación del corazón.


5. CONOCIMIENTO SIN OBEDIENCIA: UN CRISTIANISMO SUPERFICIAL


Hoy, el movimiento reformado puede parecer un océano amplio… pero de apenas un centímetro de profundidad. Si no cultivamos vidas que reflejen la verdad que profesamos, la próxima moda doctrinal borrará lo poco que hemos avanzado.


El verdadero cristianismo no es popular ni fácil. Jesús mismo lo describió como “el camino angosto” (Mateo 7:14), un sendero que pocos encuentran porque exige negarse a uno mismo, tomar la cruz cada día y seguirle (Lucas 9:23). El evangelio no nos promete comodidad ni reconocimiento, sino una vida de obediencia, servicio y constante dependencia de la gracia. Por eso el apóstol Pedro afirmó: “Si el justo con dificultad se salva…” (1 Pedro 4:18), recordándonos que la vida cristiana es un proceso de refinamiento en medio de pruebas, luchas y confrontaciones internas.


Seguir a Cristo implica mucho más que adoptar una postura doctrinal correcta o pertenecer a una iglesia bíblica; significa rendir la voluntad al Señorío de Cristo en cada aspecto de la vida. No se trata solo de saber, sino de obedecer; no solo de afirmar la verdad, sino de vivirla con coherencia. Porque el conocimiento sin obediencia engendra orgullo, pero la obediencia nacida del amor produce santidad. El verdadero cristiano no busca impresionar con lo que sabe, sino honrar a Dios con cómo vive.


Caminemos, entonces, “puestos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:2).


Que el Señor nos libre del orgullo doctrinal y nos conceda una vida reformada en verdad, marcada por humildad, amor y obediencia.


Solo entonces podremos llamarnos cristianos de convicciones reformadas.

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